Por Ariel Camuratti
La compañía teatral transformó
el Salón Metropolitano en una pista de circo en la que el público se une a la
energía desbordante de los protagonistas.
Los actores despliegan fuerza, destreza y talento para moverse en el escenario. Foto: Ariel Camuratti. |
En la noche
del sábado, la pista del Salón Metropolitano de Rosario se poblaba de grupos
de espectadores, la mayoría muy jóvenes. Desde ese lugar, Wayra Tour (así denominada la gira) se vive con una perspectiva muy
diferente a la del público en las gradas, dos puntos de vista para disfrutar un
espectáculo movilizador, monumental y bello.
Al inicio se apagan las luces y todo comienza con un grito unísono casi ancestral, un llamado frenético al Wayra, al viento. Con potentes
tambores latiendo de fondo, surgen de la oscuridad un grupo de personas
colgadas de un arnés que vuelan por encima del público, gritando palabras en un
idioma incomprensible y dando muestras de las dosis de energía que se iban a
expulsar a lo largo del show.
Luego de ese primer momento, aparece la figura del “corredor”,
una persona de traje blanco que camina sobre una cinta sin fin que se va acelerando
hasta la exaltación. Incansable, tenaz, un hombre típico al que le han puesto obstáculos
desde que nació y aún sigue de pie, atravesando muros, esquivando trabas y
corriendo contra el viento. Éste se hace presente en más de un momento y domina
gran parte del espectáculo.
La imagen del “corredor” desaparece por la magia de la luz y
el público es fraccionado en dos por un telón plateado. Sobre él, se deslizan un
hombre y una mujer, uno de cada lado, corriendo, rebotando y girando por encima
de ese muro que divide la pista.
Seguidamente llega el turno del “Mylar”, una pileta
transparente que se posa por encima de los asistentes. "Sólo con las
palmas", advierte una voz cuando las piletas se acercan a las
cabezas de los espectadores. Las luces y el cambio en la tonalidad de la música
crean una atmósfera nocturna. El agua ocupa el centro y las actrices se mueven
a la manera del nado sincronizado pero sin artificiosidad, miran hacia abajo,
se toman de las manos y crean una flor de sonrisa dedicadas al público.
Por encima de todos, aparece “la murga” y la energía se
contagia en la gente. Los actores se mezclan con el público en una danza,
rompiendo cajas en las cabezas de algún despistado, pasando por debajo de la
lluvia que, de agua, se transforma en lluvia de papeles y colores.
Las luces comienzan a danzar y el show se convierte en una
fiesta de música electrónica. Los asistentes empiezan a saltar de forma
eufórica, ya con la energía vibrando por sus cuerpos y con una lluvia de agua que se esparce
sobre ellos. Algunos se alejan de la ducha, pero los más intrépidos se quedan chapoteando
sobre lo que ya era un diluvio, sintiéndose aún más en contacto con la esencia
del show.
La fiesta finaliza con “la burbuja”, una gran carpa que
encierra a unos y excluye a otros e invade en el público una enorme incertidumbre
por saber qué pasa afuera para los que están adentro y viceversa. Algunos
afortunados, bien dispuestos, son “abducidos” por los personajes que cuelgan
por la claraboya y rebotan hasta tocar el suelo, mientras el viento no cesa y multiplica la tormenta de papelitos.
Lo que diferencia a este espectáculo de
cualquier otro es, sin duda, la necesidad de no ocultar aspectos técnicos, la
transparencia que busca el juego con el espectador al tener rampas y escaleras
frente a todos. Correr, hacerse señas, y gritarse entre ellos es lo que hace de
Fuerza Bruta el show de cada uno de los espectadores, no sólo del equipo. En
palabras de ellos mismos: “Fuerza Bruta no sirve para nada. Es“.
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